lunes, 29 de octubre de 2012

Capítulo 43. La sofisticación del racismo austriaco



Sebastian Kurz. Secretario de Integración

Pelo loreal, cara aniñada, orejas generosas. Luminoso. Limpio. Patriótico. Conservador. Mediático. Se llama Sebastian Kurz y es sin duda el niño perfecto. Uno podría ser su novia, su abuela o su Golden Retriver y apenas se daría cuenta de la diferencia: Sebastian nunca dejaría de satisfacer a su entorno con su aguda, monotemática y exitosa subnormalidad.

Con apenas 18 años ya estaba en las filas del partido conservador ÖVP (actualmente en el poder) y enseguida se hizo famoso por hacer campaña electoral subido a una especie de coche-tanque llamado Hummer. En lo político fue aplaudido por la derecha al exigir que en todas las mezquitas austriacas se hagan las oraciones en alemán. Pero Alá todavía no declina.

Aun así no ha dejado de ascender. Desde 2011 es Secretario de Integración. Su lema es “integración por medio del rendimiento”. Su ideología es: "quien pretende quedarse en Austria, debe aportar algún beneficio para los nacionales", entendidos éstos como aquellos por los que fluye la sangre austriaca. En Austria rige el ius sanguinis.

Para cubrir las exigencias del rendimiento o aportación (leistung) que deben hacer los no-austriacos no es suficiente con conformar la mano de obra barata, habitar los barrios periféricos y pagar las abusivas tasas de inmigración. Todo eso vale para quien, como Edgar, puede permitirse el lujo de seguir viviendo aquí sin necesidad de visado o de nacionalización. Pero, ¿Qué sucede con quienes necesitan la ciudadanía austriaca, como por ejemplo algunos asilados o aquellos no-europeos que algún día desean terminar con la pesadilla del estatuto del eterno inmigrante, del trabajador en negro, del esclavo invisible?

Para éstos el inmaculado Sebastian Kurz acaba de descubrir una fórmula digna de su altura cognitiva. Lo primero que se les exige es que aprueben un test de ciudadanía para el que uno se tiene que aprender un manual cuyo ingenioso titulo es “manual-rojo-blanco-rojo”, en el que se definen los “verdaderos valores de Austria”.
  
Esa es además la parte fácil. Más difícil es ajustarse a su complejo sistema de los así llamados “tres niveles”. El primero es el de aquellos inmigrantes que llevan más de 6 años en Austria trabajando con contrato. Además de superar con éxito el examen sobre los verdaderos valores de Austria, deben “haber pagado todas las tasas e impuestos y sin haber recibido ningún tipo de prestación social”, como el paro, la baja de maternidad, una baja por enfermedad, etc. Los inmigrantes no pueden ser parados, ni madres, ni estar enfermos. Tienen que ser trabajadores en estado puro y que demuestren la alta rentabilidad que suponen para los Verdaderos Austriacos, o de lo contrario, a tenor de diversos comentarios (de lectores) en los media, son considerados como parásitos.

Pero eso no es todo. Aún estamos en el primer nivel. Éstos afortunados inmigrantes de primera categoría, además de trabajar sus 40 horas semanales (es un decir), deben haber servido voluntariamente durante tres años (la mitad de los seis que llevan en Austria) a algún servicio social como los bomberos, la cruz roja o a “los samaritanos” una organización religiosa que administra las ambulancias. Además de esto, los inmigrantes “muy bien integrados” que merecerán el derecho de ciudadanía a los 6 años de evocar los valores de la patria, trabajar mucho pero sin ayudas sociales y colaborar en sus “horas libres” como voluntarios, deben haber superado el nivel de alemán B2, es decir, el que exigen para entrar en la Universidad y más del que se pide a los Erasmus (!)

Luego están los inmigrantes de segundo nivel. A éstos les permiten acceder a la ciudadanía sin haber alcanzado un nivel tan alto de alemán y cumpliendo los otros requisitos. Y sólo tienen que esperar diez años.

En el tercer nivel están los que “no recibirán la ciudadanía porque no alcanzan los estándares”.

A sus pies, Herr Kurz.

Un conocido de Edgar, que escribe una tesis en ciencias políticas sobre ciudadanía europea, se sorprendía en su twitter de lo absurdo de esta ley y de que él mismo haya recibido la ciudadanía austriaca por solo nacer, sin aportar ningún leistung o rendimiento a la Patria.

Debe haber muchos austriacos a quienes domine esa misma perplejidad. Además de los comentarios racistas de algunos lectores de los diarios de más pegada, Edgar también ha podido leer diversas menciones al hecho de que si se aplica la lógica del nivel B2 de alemán para todo el mundo, incluidos los austriacos de Pura Sangre, más de la mitad del país perdería la ciudadanía.

En la sofisticada tipología de inmigrantes del retoño Sebastian Kurz hay todavía una categoría aparte. Es la de los así llamados behinderte o disminuidos, que dada su discapacitación no necesitan aportar su rendimiento a la Patria evocando los verdaderos valores, trabajando sin derechos, esforzándose como voluntarios o hablando como universitarios.  No es de extrañar que algunos austriacos se alarmen: quizá Sebastian Kurz no se haya dado cuenta, pero en su tipología los disminuidos y los Verdaderos Austriacos, en tanto que únicos ciudadanos exentos rendir cuentas al Estado, forman un mismo grupo.













viernes, 5 de octubre de 2012

Capítulo 42. Del romesco y la épica catalana






Por fin. Un trabajo. Nada espectacular. Más bien de supervivencia. De sostenimiento de la pirámide social. Edgar está en la base de una jerarquía en la que no existe el más abajo. Y cumple una función básica: llenar estómagos. Básicamente freír cosas. Pimientos del padrón, choricillos, patatas bravas, quesos de Mahón: ¡Edgar! ¡tres de sardinas! ¡Gambas al pilpil! ¡empanadas! ¡dos de pinchos unos bastante hechos y los otros normal! ¡rápido!
         Le han dado trabajo en un bar de tapas forrado de motivos taurinos y escudos del Real-Madrid. A pesar de ello, el jefe es austriaco, joven, filósofo, cocinero, muy majo. Una suerte. El otro día, mientras preparaban la comida, el jefe y otro cocinero, también profesor de universidad, se enzarzaron a discutir sobre Theodor Adorno y la Escuela de Fráncfort. Luego removían una enorme olla de albóndigas y se lamentaban de la falta de atención que en las universidades vienesas se presta al austromarxismo. Qué más se puede pedir.

A Edgar le han dicho que es cocinero. Pero en realidad cocina poco. Es más bien un “freidor”: el encargado de que los cuatro fogones funcionen a toda mecha y que las salsas salgan calientes, burbujeantes, sincronizadas. No obstante, la segunda semana lo enfrentaron a un desafío culinario. ¿Sabes hacer algo con la ñoras? Hombre, pues le sonaba algo de una sopa de ñoras, pero poco más. Algo poco tapeable.
Poco más tarde, en casa, investigó en al saber colectivo de la red y descubrió que las ñoras son la clave del Romesco, legendaria salsa catalana. Ostia, noi, no fotem, que els calçots amb Romesco estan boníssims. A Edgar se le subieron los colores a la cabeza y preparó una salsa Romesco.
         La llevó al bar. El jefe la probó. Le encantó. Él y los camareros le llaman “crema”, pero bueno, da igual. No ens posarem així per un tontería llingüística. O si?
         El caso es que poco más tarde le entró a Edgar una suerte de vértigo histórico-político. ¿Y si Cataluña deja de pertenecer al Estado español? A Edgar personalmente se la refanfinfla (de verdad), pero, ¿y su Romesco, seguirá siendo legítimo en ese bar de tapas españolas? ¿Puede la historia política de España y Cataluña destruir la única aportación que ha hecho Edgar más allá de exponer su piel a las salpicaduras de un aceite hirviendo que siempre acaba fuera de control como los fogueos abrasadores de una fiesta masoquista?
         Edgar se dio cuenta enseguida de que, además, en su cocina, son cultos y atentos a la actualidad política internacional. Eso implicaba que se iban a enterar seguro de cómo va el proceso de independización de Cataluña, si realmente se lleva a cabo. Al pergeñar este pensamiento, Edgar se sintió de repente como un impostor en potencia. La independencia de Cataluña no la iba a compensar él ni disfrazándose de torero. Algo encontrarían para señalar la mácula: quizá una “a” pronunciada de manera engolada, quizá un exceso de “seny” en la limpieza de los microondas. Quién sabe. Estaba perdido. Edgar vio el diario Der Standard sobre la mesa. Con un acto reflejo lo cogió y lo tiró a la basura sin que nadie le viera. Quizá contenía alguna noticia sobre el futuro referéndum. Mejor así.
         A la hora de recoger se sentía extrañamente decaído, como si su cuerpo anticipara una desgracia, el estigma, la persecución, los pogromos venideros. Quina putada, nen. Edgar pasó al cuarto ropero y se cambió. Ya la había visto, pero ese día se preguntó qué hacía una bandera de Euskadi en extendida en la pared. Le preguntó al jefe y éste dijo algo de alguien que había trabajado ahí y que le había dicho que tanta cosa de España y que faltaba Euskal-Herria y no sé qué más y que, al final, representaba que el armario ropero era Euskadi.
Había sido una decisión diplomática, quizá de tendencia federalista. Qué más da. El caso es que Edgar respiró mucho más tranquilo y se dijo que a nadie del bar se le ocurriría boicotear su romesco por mucho que las circunstancias políticas cuestionasen su legitimidad simbólica. El bar representaría España, el armario ropero Euskadi y quizá en los lavabos Edgar colgaría alguna foto de las protestas en la Plaça Catalunya. Además del Romesco, la cultura catalana la componen diversas referencias a la mierda (el caganer, el cagatió, el verbo transitivo enmerdarla, expresiones como ésser cul y merda, etc.) No es que ese fuera el emplazamiento que Edgar deseaba para los catalanes (o sea para sí mismo), pero representaba quizá uno de los pocos lugares donde la catalanidad del bar podría encontrar un adecuado contexto folclórico y también las “puertas” que reclama con respecto a España.   

    Edgar volvió la tarde siguiente a esa cocina donde continuó friendo en múltiples sartenes restallantes de aceites desbocados. Siguieron los gritos y las prisas, los quemazones y las correrías, la guerra por lo básico, por la conquista del pan, por la repartición equitativa de los bienes ingeribles y por la elaboración de materialidades efímeras que desaparecían en los intestinos antes de cualquier conato de apropiación. Edgar pensó que la cocina no sería ni España, ni Cataluña ni Polonia. Seria una tierra sin banderas, ardorosa, alborotada y febrilmente internacionalista. Una utopía en la que por fin la masa y los chorizos deberían unirse y aceptar su destino común bajo los fogonazos infernales del apoliticismo consciente, la sal gorda en las heridas y la dulzura final y caramelizada de una buena crema catalana. Ni medio gramo de insulsa política, se dijo. Sólo excesos, transgresiones y sabores trascendentes. Sería una cocina libertaria, un lugar sin dueño. Épica en estado puro.