jueves, 6 de septiembre de 2012

Capítulo 41. Quien siembra (a veces no) recoge


Huerto vienés de Edgar


Cuando uno lleva mucho tiempo sembrando y no recoge ningún fruto empieza a sospechar que debe haber algún problema en la tierra. Esto es válido tanto para la agricultura como para la vida en general. Edgar lleva ya más de 30 años sembrando su futuro con estudios universitarios y aprendizaje de lenguas y publicaciones y demás. Su estatus académico es de lo más alto que puede haber en su rama, las así llamadas Ciencias Humanas y Sociales. Su estatus profesional en Viena, sin embargo, es tan bajo que acaban de rechazarle como “lleva-platos” de un restaurante mejicano y como vigilante de sala de museo. Tampoco lo contrataron como profesor de español a 9 euros la hora en el fin del mundo. Ni como canguro. Ni como pega-carteles. Por supuesto lo han rechazado como profesor en la universidad y como colaborador de diversas ONG. Ha probado inflando y desinflando su currículum (del que tiene por lo menos 15 versiones). Ha probado en internet y en vivo y sacando su lado más germánico y sacando su lado más latino. Pero nada ha funcionado. Todavía no ha caído en gracia. Sólo le queda probar en los burdeles o con los dealers del barrio 16, dos sectores que al parecer no ven ningún problema en el hecho de que uno, que aún no domina el alemán como quisiera, se exprese con ciertos fallos gramaticales.
         En realidad su problema es en primer lugar el de la falta de contactos. En eso Austria y España desde luego se asemejan. El nepotismo funciona muy bien desde tiempos de Franco y quizá desde más atrás, desde los Habsburgo. Su segundo problema es (y esto también parece un leitmotiv pan-Europeo) el de pertenecer a ese sector de jóvenes altamente formados que no son ni ingenieros, ni informáticos ni especialistas en alguna rama científica que pueda traducirse en términos de rentabilidad empresarial. Edgar y sus camaradas, peones del alma o el espíritu, no aportan ningún valor  al capitalismo neo-liberal, sino que más bien suponen un lastre, una cifra negativa de paro, una opinión afilada contra el sistema que quizá incluso éste bien escrita, soliviantado al personal desde algún blog clandestino, sedicioso. Esos no lo van a tener tan fácil para encontrar trabajo, ni en el reino de España, ni en los prados de la Merkel, ni en la pequeña y conservadora Österreich.

Pero la nube austriaca no es tan oscura. A pesar de las dificultades, desde el mes de abril Edgar se ha alquilado un huertecito, o más concretamente una parcela de 20 metros cuadrados en las afueras de la ciudad, en el barrio de Siebenhirten. Allí Edgar también ha sembrado, como en la vida, con la diferencia de que su huerto sí ha dado frutos. Vaya que si los ha dado. Ha dado pepinos prodigiosos, lechugas que crujen entre los dientes, rábanos que saben a rábano, zanahorias que harían delirar a Roger Rabbit, calabacines que parecen extraídos de mastodónticas ensoñaciones fálicas.
         

Esplendor
Edgar plantó tomates. De hecho, animado por Emma, plantó más de 40 tomateras. Cuando terminaron de plantar, sudados y con las manos aún sucias de tierra y gusanos colgantes, Emma se acercó, se apoyó sobre su hombro y señaló los brotes de tomatera con orgullo, como si se tratara de una legión de vástagos que ambos habían traído al mundo. Así, en verano, podrás hacer gazpacho y acordarte de tu país, dijo Emma antes de pasarse la lengua entre los labios.
Edgar suspiró.
Luego las tomateras empezaron a crecer. Se aferraron al tímido resol de la primavera austriaca y se elevaron a más de medio metro. Dejaron asomar sus primeros racimos verdes, ordenados, prometedores. Y resistieron al viento y a los días fríos; y a las niños juguetones que se acercaban curiosos desde otras parcelas, y a las orugas y a los lepidópteros y a las excesivas, ansiosas mariquitas. Las tomateras crecieron hacia el cielo con un invisible pero imparable tesón. Crecieron hacia un verano, el verano austriaco, que auguraba generosos baños de luz y de calor y duchas nocturnas, celestiales y relampagueantes, refrescantes y alimenticias, que los ayudaría enrojecer y a realizar su cometido: ser dignamente triturados junto a sus hermanos pepinos y ajos y el aceite de oliva de las tierras de sus ancestros españoles, para al fin convertirse en gazpacho.
Pero la segunda y tercera semanas de julio se convirtieron en un infierno tormentoso, en un aguacero brutal  y continuado. Todas las tardes las tormentas fracturaban el cielo de Viena con violentos requiebros eléctricos. Luego caía la lluvia como si se hubieran abierto de repente las compuertas del cielo, y como si detrás de ese cielo hubiera otros cielos formados por mares antiguos, esperando a vaciarse.
Fue un desastre. Al final de la tercera semana de julio Edgar aprovechó una tregua atmosférica para acercarse a su parcela. El espectáculo que encontró fue dantesco: las tomateras habían sido dobladas y hasta despedazadas. Las hojas estaban esparcidas por todos lados. Los tomates estaban podridos, magullados, reventados como víctimas de una explosión. Su carne había salpicado todo el huerto y ahora ya sólo era apta como gazpacho para los gusanos menos escrupulosos, para devoradores de restos de cadáver.
Era el fin.

A veces quien siembra no recoge. Edgar no ha podido recoger sus flamantes tomates rojos porque la atmósfera austriaca no se lo ha permitido. Como tampoco le ha permitido recoger, de momento, los frutos de su siembra vital: sus estudios, sus publicaciones o sus cursos de idiomas. Emigrar es duro por mucho que se esté a tiro de Low Cost. Pero de todo hay que sacar alguna lección.  Por lo que se refiere a este post, una de las lecciones podría ser que a veces uno aspira a gazpacho y le dan calabazas, en un sentido literal, claro. La otra podría ser que hay que llevar cuidado con lo que se siembra, que si se plantan tomates y esa tierra no quiere tomates, lo que hay que cambiar es la tierra. Lo mismo ocurre con las siembras vitales: si uno cultiva el alma y ese mundo no quiere almas cultivadas, lo que hay que cambiar es el mundo. La diferencia es que, mientras que en términos hortícolas esa empresa parece poco recomendable, en términos sociales, a tenor de cómo están las cosas, quizá valga la pena intentarlo. 



4 comentarios:

  1. Austria es, sin lugar a dudas, el peor país del mundo para estar, vivir y, por supuesto, plantar tomates. Múdate.

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  2. Bueno, bueno, aquí exagero un poco. Tampoco está tan mal. Además he descubierto que si uno recoge los tomates verdes y los pone al lado de un ventana soleada, se acaban poniendo rojos. Incluso aquí.

    ¿Eres pariente de Thomas Bernhard?

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  3. No, bueno, no, pero, esto, yo, en mis ratos libres, pocos y mal administrados, trato, sin demasiado éxito, de emularlo, ya digo, patéticamente. El tiempo que me sobra lo dedico a Pico della Mirandola.

    Saludos.

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  4. Porque es Austria el peor lugar del mundo para estar y vivir?

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