Durante varios días la noticia
más leída en El País ha sido un artículo en el que supuestamente se ofrece una
orientación para la búsqueda de destinos migratorios donde, a diferencia de
España, sigue habiendo demanda de trabajo. Para los españoles, Alemania es el
axioma, Austria la posibilidad, Francia e Inglaterra alternativas más fáciles,
por la lengua, pero menos suculentas, porque no han hecho un llamado tan
explícito a los futuros emigrantes españoles, que no serán pocos. El artículo
se presenta como un intento de suscitar cierto optimismo, como un resignado
pero decidido echarse el saco a la espalda e ir a explorar nuevos territorios.
Es quizá un artículo alentador para muchos, pero quizá la última estocada para
otros tantos. Lo que se explica en ese artículo es que países como Austria
necesitan ingenieros y profesionales de distintas ramas técnicas a los que
pagar, claro, por debajo de los estándares que exigirían esos mismos empleados
si fueran nacionales. También se necesitan médicos y enfermeros, e incluso
obreros de la construcción. En todo caso,
saber que en los países especuladores como Alemania (y en menor grado Austria) se
siguen necesitando brazos o mentes ingenieriles es alentador, o por lo menos
abre la posibilidad de supervivencia de algunos.
El problema es que los parados españoles no son sólo ingenieros, personal médico o
los famosos obreros Gastarbeiter. ¿Cuántos miles, quizá millones de
desempleados proceden de la historia,
pedagogía, psicología, magisterio, arte y demás ramas sociales o
humanísticas? Para todos ellos ese artículo es sólo la confirmación de que
están en el margen del margen. En el margen geográfico económico y cultural de
Europa, y también en el margen del sistema económico mundial, que está diseñado
para movilizar las condiciones materiales y a la vez marginar las cuestiones
del alma.
Pensar
en números o en materiales vale mucho más que pensar en palabras. Instalar un
programa, dibujar un plano o calcular beneficios está mucho más valorado no ya
que saber escribir, sino que saber escribir con cierta conciencia histórica,
cultural e incluso epistemológica de los conceptos que se emplean. Claro que
hay personas que viven de los conceptos, pero son muy pocos, apenas unos
cuantos escritores, profesores y académicos que por lo general se elevan por
encima de ese territorio suyo, el de las palabras, y lo gestionan un poco como
los capos de una mafia. La culpa es de todos. Lo hemos montado mal y ahora no
hay trabajo para los peones de las palabras, solo para sus jefes. Hay trabajo
para los peones de los números, el dinero y las materialidades, pero los peones
del alma ya no tienen ni donde emigrar. No les llaman en Alemania, ni en
Austria ni en los Estados Unidos porque el espíritu y el lenguaje han empezado
a desmoronarse por abajo. Hoy cualquiera puede pronunciar las palabras
“libertad” o “democracia” y da lo mismo si lo dice un tecnócrata del FMI como
si lo dice Noam Chomsky, el valor de la palabra es tendente a 0, porque no hay
peones para sostenerla.
Los
peones del alma se encuentran en el margen del margen, fuera del perímetro
donde se está desmontando el edificio de la sociedad, mientras contemplan como
las materialidades se acumulan en una torre cada vez más alta, tambaleante, que
tarde o temprano caerá aplastando todo y a todos y no quedará más remedio que
volver a empezar.
Edgar
ha escrito este post en papel. Hacía mucho tiempo que no dejaba que sus
palabras se volcasen directamente sobre un medio tan primitivo. Es diferente.
Tiene sabor a antiguo, imperfecto e irreversible. Es una preparación para cuando el edificio
de las materialidades empiece a desmoronarse de verdad y los peones del alma
sigan trabajando, sin sueldo y desde fuera, con lo que tienen. Escribir en
papel es el inicio de un retroceso que no tardará en empezar para todos, para
los peones del alma y para los peones de las materialidades. Nos pondrá a todos
en el margen del margen y en cierto sentido habrá que celebrarlo. Volveremos a formar parte de un mismo mundo.