domingo, 6 de mayo de 2012

Capítulo 31. Viajar sin billete


Cartel en el metro de Viena "Hemos analizado todas las escusas.
Sea la que sea, viajar sin billete cuesta 70 euros". (desde mayo son 100)


Edgar se sube al tranvía número 1 para regresar a casa. Normalmente se desplaza en bicicleta, pero hoy, tras cerrar el candado, se ha dado cuenta de que se ha olvidado las llaves en casa. La bici tendrá que dormir en la calle. Se consuela pensando que en Viena no habrá tantos robos de bicicleta como en Barcelona. En realidad, más que pensarlo, lo desea. Su bicicleta es feísima, tan anodina que muchas veces, tras atarla en un aparcadero de bicis, Edgar ni siquiera la encuentra. Es una bicicleta aburrida, casi invisible.
         Pero está aparcada en un barrio periférico donde ha dado una clase particular de castellano: un barrio oscuro, desolado, con basuras rotas o desbordadas, con semáforos en verde junto a los que no pasa nadie, con sombras que fuman en las esquinas, con luces de neón sobre fachadas destartaladas en las que se lee “Kontakt Kafé”, indicando la entrada de algún prostíbulo en medio de la nada. Una nada en la que solo deambulan camioneros, hombres que fuman en las esquinas y profesores particulares de español. Un nada en la que quizá también deambulen ladrones de bicicleta.
         Edgar sube al tranvía número 1 y mientras se pone en marcha apoya la frente contra la ventana: sus pupilas tristes se desplazan hacia un lado, como si no quisieran desatarse de esa bicicleta aburrida que se queda sola, amarrada a una farola parpadeante que preside una calle larga y vacía.
         Está anocheciendo. Ha subido al tranvía en su término, junto al parque del Prater. Todavía no hay nadie en su vagón. Él no ha comprado billete. Son dos euros. Él ganado 12 por su clase particular. Son los únicos 12 euros que va a ganar cuatro o cinco días. Si paga ese billete, habrán sido 10. Así qué no  paga el billete. Aquí, a los que viajan sin billete, les llaman Schwarzfahrer (viajante negro). Hoy, Edgar es un Schwarzfahrer. De momento no le preocupa. Después de todo, los revisores nunca pasan, piensa.
         Pero unos segundos después piensa que nunca pasan, pero pueden pasar. Los austriacos juegan con el factor miedo, con el factor del verdugo vestido de incógnito: los revisores del metro y del tranvía no van de uniforme, sino de paisano. Además suelen ser jóvenes. En los cinco meses que Edgar lleva en Viena, sólo le han pedido el billete una vez. Fue camino del aeropuerto. Iba a pasar unos días en Barcelona. Edgar viajaba en la línea U6, sentado junto a Emma, cuando de pronto un chico de unos veinte años, con gorra acomodada sobre media melena rubia y presumida, pantalones caídos y cazadora de campus norteamericano, se dio media vuelta y les apuntó con una máquina parecida a las que se usan para pagar con tarjeta, pero más grande, más amenazante:
—¡Los billetes! —espetó de modo repentino.
         Edgar, preso de la confusión, tuvo un primer instinto de levantar los brazos. Pero luego vio que Emma buscaba algo en su cartera. No, no era dinero. No les estaban atracando. Ese chico con aspecto de skater sólo quería ver los billetes. Sólo quería pillarlos por sorpresa.
         A Edgar le han contado que a veces, en la madrugada de un sábado, se sube al tranvía un joven con estética punk. Primero se cuelga de la barra del pasillo, luego observa a los pasajeros con una desenfocada insolencia, como si estuviera borracho, y de repente, cuando ha fijado el objetivo,  apunta hacia algún viajero con una máquina electrónica de marcar billetes que ha desenfundado de debajo de una cazadora de cuero.
         Es un revisor. A los austriacos les gusta disfrazar a los revisores de punkis, de modernillos, de metro sexuales e incluso de emos.

Empieza a subir gente a la línea número 1. Edgar se pone nervioso. Cualquiera de ellos podría ser el revisor. Debe estar atento. En cuanto vea a alguien sacar algo de debajo del abrigo, se baja pitando del tranvía. Si lo cogen son cien euros. Pero no tienen por qué cogerle. Tantos años de atletismo deberían haberle servido de algo. Al menos para ser un emigrante veloz. Más veloz que cualquier revisor de metro austriaco.
         Un hombre se introduce la mano en el bolsillo interior de una cazadora tejana. Edgar se pone rápidamente en pie. Y se queda ante la puerta. El hombre lo mira de reojo y después se pone a escribir un mensaje con el móvil.
         Falsa alarma.
         Pero a Edgar ya le corre la adrenalina por las venas. Mira hacia todos lados. Trata de analizar a los pasajeros. Cualquier gesto puede delatarlos como revisores. Ahora detecta a una joven que lo observa intensamente desde un asiento cercano. Edgar también la mira fijamente. Es una chica joven, morena, con tejanos rotos por las rodillas y zapatillas de colores. Podría ser una revisora. La chica desvía la mirada hacia la ventana y de repente se pone colorada. Se aferra a una mochila negra con fuerza. El tranvía se detiene. La puerta se abre. La chica se levanta de un brinco y pasa por delante de Edgar a toda velocidad, aún colorada, aún aferrada a su mochila. Ya en la calle, se da media vuelta y observa a Edgar desde la acera, aún aferrada a su mochila negra, aún colorada. El tranvía arranca de nuevo. La chica se queda en la estación. Se mantienen la mirada a través del cristal mientras el tranvía se aleja. Nada de seducción. Sólo recelo. Solo sospechas infundadas. Sólo un sentimiento de silenciosa humillación, de mutua derrota.


7 comentarios:

  1. No hace mucho presencié la discusión entre un revisor de tranvía y un viajante sin billete. Sentí que estaba teniendo lugar la mayor desgracia, la consecuencia más terrible de este mundo asquerosamente capitalista: en aquel momento fui testimonio, callado y sin tomar partido, de cómo un pobre desgraciado (tal vez para poder seguir dando de comer a sus tres hijos) castigaba con una multa de 100 euros a otro pobre desgraciado. Revisor y viajante eran perfectamente intercambiables. Sus camisas eran rayadas y bajo el cuello abierto de cada camisa asomaba el mismo pecho moreno y peludo. La única diferencia eran tres letras bordadas en rojo que decoraban sólo una de esas camisas: TMB.

    Estoy convencido que el revisor tenía muy pocas ganas de pasarse un lunes de primavera multando a otros desgraciados. Probablemente hubiera preferido estar en ese momento en la playa, paseando con su familia. A su vez el viajante tampoco tenía cara de estar disfrutando muchísimo de su viaje en tranvía.
    Mientras tanto, a mi me vino a la mente el cuadro de Goya "Duelo a garrotazos", y sentí formar parte de la mayor miseria humana: ser espectador mudo de dos que se pelean por el beneficio de un tercero; un tercero que obviamente se encuentra muy lejos de allí y que probablemente ha subido muy pocas veces a un tranvía.

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    1. Este es el cuadro...

      http://commons.wikimedia.org/wiki/File:Riña_a_garrotazos.jpg?uselang=es

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  2. Pues sí, ese cuadro que pintó Goya, para representar una escena dramática, es el cuadro que también quieren pintar nuestros políticos neo-con, "por la seguridad ciudadana".
    Muchas de las cosas que leo sobre la deriva represiva que está tomando España, ya están super implantadas en austria, e incluso toleradas. Por ejemplo aquí nadie se alarma porque detengan con penas de años de prisión a un estudiante que ha roto algo durante una manifestación.
    De momento, a los revisores de Barcelona, como dices, aún se les distingue por llevar las letras TMB. Pero quizá en unos meses se os acercará un latero "serbesa, biar, amigo" y cuando saquéis un euro, os pedirá los billetes, o el DNI, o os hará una foto para colgaros en la maldita página del Puig. Vete tu a saber.
    Jugar con el miedo del ciudadano hacia el ciudadano se ha puesto de moda. Es algo que me parece perverso. Es una realización Estatal del "del lobo es el lobo para el hombre", de Hobbes, pero en versión 2.0. Es asqueroso. Tan asqueroso que cada vez más gente reconoce que es asqueroso:
    http://www.guerraeterna.com/cristales-rotos-la-responsabilidad-de-la-violencia/

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  3. Me ha gustado mucho tu comentario en casa del amigo Tongoy. Ahora me leo con calma tu texto.

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  4. Buenas "El pobrecito Hablador",

    ¡Pues un saludo y gracias por tu interés!

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  5. Fermín Salvochea27 de mayo de 2012, 17:34

    Tranqui Edgar! Esto es un juegecito, nada más. Si te atrapan y tienes dinero, lo pagas, si no tienes dinero, sales con los revisores y despues corres.... Además hay mucha gente que lo ve logico pagar por algo que consumen... Yo ahora también, despues de jugar este juegecito 15 anos... un saludo y me gusta ver tus comentarios sobre Viena. Yo soy de Viena y viví tres anos en Cádiz y muchas cosas me daban risa alli, asi me gusta oir que nosotros tambien somos raros :-). Bueno esto ya lo sabía antes.
    Suerte en Viena...

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  6. Gracias por la información,
    Me apunto lo de salir con los revisores y después correr. Hoy ya me he ido a entrenar al Prater. Pienso que tengo un revisor detrás y me hago la recta del Kaiser en cinco minutos...
    Saludos,
    Edgar

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