Pongamos que el protagonista de
esta historia se llama Edgar Pineda y que decide huir de un país “en vías de
subdesarrollo” para buscar un destino profesional en Austria.
Llega
en diciembre de 2011. Lo primero es empadronarse. La oficina del padrón no es
como las de España. En el barrio 18 de Viena, la oficina del padrón es como el
salón de un lujoso piso del ensanche de Barcelona, es decir, de unos 150 metros
cuadrados, techo altísimo, mosaico de tonos verdes en el suelo, ventanales
inmensos con marcos de madera de cerezo. Es una sala enorme, vacía, atravesada
por una siniestra luz gris, y vigilada desde el exterior por tres cuervos que
penden de una barandilla. En el centro hay una mesita con una raquítica silla
de madera. Al otro lado hay sentada una chica vestida de negro: pelo liso y
negro, uñas negras, labios de un color carmín muy oscuro, casi negro. La chica es de
hombros huesudos, piel pálida y brazos largos, finos y quebradizos como
ramas.
Edgar
se detiene en la puerta. Allí, a lo lejos, en el centro de la sala, la chica le
indica con un gesto que tome asiento en la raquítica silla de madera. Mientras
camina hacia la silla, Edgar ve cómo la chica cierra sus dedos en forma de puño alrededor de un bolígrafo negro. Con el dedo pulgar presiona sobre la parte de atrás
del bolígrafo para sacar la punta emitiendo un certero “click, click”. Un "click, click" que
resuena por toda la sala y consigue que Edgar sienta un estremecimiento que le recorre
el cuerpo como un reptil punzante.
Se
sienta delante de la chica. La silla cruje. Ella lo mira con enormes ojos
negros e inertes y le va pidiendo uno a uno todos los documentos. En un momento
dado, mientras la chica lee detenidamente uno de los documentos, ve como pergeña
un gesto de tensión y sus labios se recogen hacia dentro como estuviera
sintiendo un escalofrío. Asoman sus dientes. Dientes separados. Todos separados
por un huequecito negro. Todos afilados. Edgar mira la puerta de entrada y
calcula cuanto puede tardar en alcanzarla. Le pasa por la cabeza la posibilidad
de que la burócrata pueda desplegar de manera fulminante unas alas de
pterodáctilo negro, sobrevolar la sala, y darle caza antes de que logre
escapar.
Pero
los documentos, por suerte, están en regla. La burócrata pone el tampón y al mismo tiempo clava una mirada inquisitiva, quizá sedienta, en el cuello de Edgar.
Luego le entrega el padrón. Edgar lo coge tembloroso y lo sitúa frente a su pecho agitado. Se levanta de la silla con la espalda
recta, lentamente. Da unos pasos hacia atrás, sin perder ojo a la burócrata,
que deja sus brazos largos y delgados y amenazantemente flácidos, extendidos
sobre la mesa. Edgar se da media vuelta y da varios pasos rápidos y
desesperados hacia la puerta.
Cuando su mano está apunto de alcanzar el enrome pomo de bronce, escucha:
Cuando su mano está apunto de alcanzar el enrome pomo de bronce, escucha:
—¡Un
momento! Se ha olvidado esto.
La
burócrata se levanta y se acerca hacia Edgar encorvada, con otro papel en la
mano. Aun encorvada es enorme. Edgar la ve venir desde abajo como si se tratara de una terrible farola
negra que ha cobrado vida, como si se tratara de una versión gigantesca y femenina
de Nosferatu.
En el último momento le
entrega un papel en el que dice que tiene que pagar 55 euros para legalizarse y
hacer otros trámites para obtener aún otro papel, paralelo al empadronamiento, que
se llama MA-35.
Seis
meses después de su llegada a Viena, Edgar sigue gestionando papeles para
conseguir el MA-35. Ha recorrido la ciudad de punta a punta más de 20 veces. Ha
hecho colas interminables en salas que preceden a otras salas. Ha pedido
papeles que justifican otros papeles. Ha cogido números para que le den una fecha en la que le darán otro número. Ha obtenido tarjetas y certificados que
demuestran que esas tarjetas se corresponden con las que aparecen en los certificados que se refieren a esas tarjetas. Pero nada les ha valido. Como no tiene trabajo (sus clases
de español las cobra obviamente en dinero negro), solo puede obtener el MA-35 si demuestra
que vive con Emma y que ella le mantiene. Si no, no existe. Si no, tendrá que
volver a la oficina del padrón a desempadronarse y luego reempadronarse con
otro estatus para que los chupasangres lo sigan teniendo a su disposición,
revoloteando como un pajarillo perdido por las salas infinitas de los
burócratas, siempre ilegal, siempre inmigrante, siempre incompleto, siempre
inmaduro, siempre vulnerable a cualquier requerimiento de los vampiros del Estado: pequeño, asustado, clandestino y extranjero.
Carne
fresca.