Hay una regla sociológica no escrita que dice que los hombres, en tiempos de crisis, se aferran con más pasión que nunca a sus salchichas.
Uno de los mayores placeres que Edgar
ha encontrado en Viena es terminar una fría noche de invierno tocado por la
magia flotante de la cerveza, callejeando por anchas avenidas cuya iluminación
se difumina en sus ojos por esa mezcla de alcohol y astigmatismo que le
confiere a la realidad una agradable consistencia líquida, colorida,
fantástica, que convierte la noche en el paisaje de un impresionista, que le
quita al mundo parte de su peso, de su importancia, de sus miserias, que lo
deja a uno pasear tranquilo, anestesiado, y que permite vivir, al menos durante
unas horas, un poco al margen.
Pero
el placer no es la borrachera en sí, sino el hecho de, en medio del frío y la
desorientación urbana, encontrar un luminoso Würstelsand
o Puesto de Salchichas, y luego, tras dar unos pasos sinuosos, balbucear «Ein käsekrainer,
bitte», y vaciar los últimos euros sobre una barra metálica, terminar la velada aferrado
a esto:
El Krainer Wurst o Salchicha Krainer es una mezcla entre la chistorra
y el Frankfurt que tiene origen esloveno, de una región llamada Krainer. Por lo
visto los austriacos secuestraron la idea
en los años 80, le añadieron queso, y lo renombraron como Käsekrainer (Krainer
de queso), pensando que de ese modo habían hecho suya a la salchicha en cuestión.
Pero entonces llegó Europa.
Y con el marco europeo los
eslovenos han querido reivindicar su patente sobre el Käsekrainer, que se vende
en Austria como algo austriaco. En las últimas semanas los medios han recogido
los movimientos de este conflicto sin ahorrar en dramatismo, identificándolo
como La Guerra del Käsekrainer. Esto ha levantado una ola de reivindicaciones
similares y los suizos también se han puesto a reclamar las patentes de sus
salchichas.
Europa central hierve, se
fragmenta. La tensión
aumenta día tras día y, en este contexto, la ultraderecha ha encontrado una
buena ocasión para hacer gala de su histrionismo político: Gerald Broz, un
político del BZÖ (un partido de extrema derecha austriaco), ha dicho que esta reivindicación de los eslovenos «cuestiona la legitimidad de su pertenencia a la Unión Europea».
Males mayores.
Pero no es de extrañar que la
ultraderecha perciba las salchichas como algo no sólo arraigado en lo más
profundo e inextirpable de la identidad austriaca, sino también como algo
peligroso. Hace unos meses HC Strache, el anfitrión del Baile de los Nazis,
declaró haber sido agredido en una fiesta con un panecillo relleno de salchicha. El peligro percibido por el lanzamiento de ese pedazo de carne con
pan fue tan elevado que HC Strache ordenó a su guardaespaldas dar una paliza
a su 'agresor', que acabó en el hospital.
En ese sentido, y siguiendo el
espíritu visionario de la ultraderecha austriaca, más que una lucha por
patentes culinarias, parece que nos hallamos en una pugna por el armamento del
futuro, una lucha interina en la que los europeos ya tratamos de apropiarnos de los artefactos que canalizarán la violencia de los hombres cuando la crisis nos haya dejado tan en pelotas que ya sólo podamos
pelearnos desnudos y sinceros, impúdicos y hambrientos, embravecidos y a golpes de salchicha.
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