sábado, 31 de diciembre de 2011

Interludio. Cuenta atrás

Arthur Schopenhauer dijo: “Natura es una expresión correcta, pero eufemística; con igual razón podría decirse Mortura”. Esa idea supone pensar nuestra vida como una cuenta atrás, hacia a muerte, y no como una cuenta hacia delante, que empezó con nuestro nacimiento. Lo malo de contar hacia atrás es que puede generar esa terrible sensación de pérdida, lo bueno es que se trata de un invento humano (las plantas no retroceden en su crecimiento, los mamíferos no vuelven al vientre de la madre, el sol nunca desciende por la trayectoria del alba), y como todo invento, permite que nosotros decidamos qué nos espera al final de la cuenta. Edgar, por ejemplo, desea para todos un 2012 protagonizado por la Mortura del neoliberlismo, y por la Natura de todo lo demás.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Capítulo 6. Patinar sobre hielo

 Edgar saltó al Danubio.
            Los primeros tres pasos fueron dubitativos, arrítmicos y desequilibrados, y los tres siguientes se convirtieron en zancadas aéreas, circulares y desesperadas, como si fueran la última oportunidad de restablecer la verticalidad de su cuerpo en un nuevo sistema gravitatorio. Pero ya era demasiado tarde: había resbalado al pisar el hielo que cubría homogéneamente aquel río que atraviesa ciudades como Viena, Bratislava, Budapest o Belgrado, y que hoy era un río inmóvil, inverosímilmente congelado.
El Emigrante Sofisticado resbaló y Emma, Astrid y su goriláceo hermano Ernst! lo observaban desde la cercana orilla, tan cercana que los dedos protectores de Emma llegaron a rozar un hombro de Edgar, tratando de frenar la parábola infernal de una caída torpe, humillante e irreversible, mientras Astrid ocultaba una mueca de risa con la palma de sus manos y mientras Ernst!, el gorila austriaco, apretaba su musculosa mandíbula y observaba ese gesto solidario de Emma, preguntándose si aquello significaba algo, si su lenta pero decidida aproximación amorosa a Emma se estaba viendo amenazada, y si debía sencillamente aplastar a Edgar, en un futuro próximo, con excusa de una borrachera mal llevada.
No, el hielo no era el medio en el que Edgar podía encandilar a Astrid (una joven que poseía la atractiva y recia constitución de las mujeres del campo, y unos mofletes redondos y rosáceos, azotados por los vientos montañosos del Tirol Oriental, de donde había venido junto a su hermano Ernst!, hacía siete años, para estudiar). 
         Pero ya era demasiado tarde para pensar en ello. La caída prosiguió el curso implacable de la gravedad y, mientras los pies de Edgar saludaban al cielo y sus manos en garra trataban de aferrarse absurdamente al aire, su nalga izquierda impactó contra el frío y macizo hielo del Danubio.
Al levantarse de nuevo, ayudado por Emma, Edgar se sacó un guante y se palpó la contusión. Fue exactamente ahí, en ese punto en que la nalga se adhiere a la cadera, donde siete meses atrás, el 27 de mayo de 2011, un Mosso de Escuadra le aporreó con furia, cuando se encontraba junto a una multitud de gente normal, protestando porque los servicios de limpieza se estaban llevando los ordenadores, pancartas y demás materiales de la gente que había usado la Plaza Cataluña, en Barcelona, como ágora ciudadana contra la crisis social, política y económica en la que se encontraba el país.
Edgar estaba dolorido. Pero allí, saliendo a pie del Danubio, su dolor se desplazó desde la nalga izquierda hacia la garganta, donde vibró una súbita emoción: hacía escasos días sus amigos le habían explicado por email que la Plaza Catalunya había sido “vendida” a los empresarios, para que montaran una monstruosa y navideña pista de hielo:

Pista de hielo de la Plaza Catalunya

Emma lo empujaba desde atrás para volver a tierra, Astrid permanecía con las manos frente a su mofletudo rostro, y Ernst!, como un gran monolito clavado en la orilla del río, continuó observándolos inmóvil, con los puños cerrados. Tal era la tensión que emanaba del cuerpo de Ernst! que Edgar se percató de que se estaba fraguando en él un ánimo violento, quizá como respuesta al espíritu “solícito” que Emma había mostrado hacia su nuevo compañero de piso. 
             Pero no era un momento para preocuparse por eso. Ahora Edgar pensaba en Gilles Deleuze y su idea de que el surf era el deporte que mejor reflejaba la posmodernidad, porque suponía subirse a una ola y dejarse llevar por ella, sin esfuerzo, para que el Yo más superficial se sintiese en armonía con una masa dinámica, la ola, sin principio ni final.
            Gilles Deleuze se equivocaba. Edgar lo supo en cuanto se volvió para contemplar el traidor hielo del Danubio y, al tiempo que se palpaba su nalga contusionada, recordaba Barcelona. El deporte que mejor reflejaba la posmodernidad era el patinaje sobre hielo. Los conservadores catalanes habían permitido que se privatizara la plaza de la ideas. Ahora podían ver como su dócil pueblo patinaba sobre hielo al son vibrante de los expendedores de Cocacola, frente al infausto Corte Inglés, al albor de la diabólica calle Portal del Ángel. “Els cívics ciutadans” patinaban sin preocuparse por el hecho de que todo eso era una maniobra de la Fundació Barcelona Comerç para que gastaran el dinero que previamente les habían robado, sin ver que los verdaderos ladrones usaban el balanceo hipnótico del patinaje como droga para re-introducirlos en el consumo irracional de los productos más absurdos, y sin adivinar que el deporte de la posmodernidad no será el surf, sino el patinaje sobre hielo, pero no sobre el hielo que durante estas navidades cruje bajo sus patines alquilados, sino el hielo que habrá bajo sus pies descalzos, cuando quieran caminar hacia sus hijos y resbalen una y otra vez y sin entender el motivo, porque, además del suelo, les habrán congelado la memoria:



domingo, 25 de diciembre de 2011

Capítulo 5. Ella




Esta perla va a reportarle a Edgar muchos motivos para escribir, seguro. Manfred será el próximo líder del ÖVP por Viena, un partido conservador que, si bien no detenta la alcaldía de la ciudad, gobierna en coalición con los socialistas a nivel nacional. La primera noticia que Edgar ha escuchado sobre este señor es que, hace unos años, deslumbró al electorado con la idea de hacer un archivo policial de la saliva de todos los perros de Viena, para así poder contrastar su ADN con el de las caquitas indebidamente depositadas en las aceras, parques, plazas y demás espacios urbanos en los que las abuelitas reaccionarias lucen sus sombreros de piel de hurón, leopardo o comadreja.
            Lo cierto es que Edgar ha tenido que padecer durante unas dos semanas la presencia de una generosa defecación canina en la entrada de su nueva casa. Ha sido, sin lugar a dudas, una presencia molesta, intrusiva, que perduraba en su epitelio olfativo y peor, en su obsesiva memoria visual, hasta horas después de haberla tenido que sortear, justo en la entrada del portal. Emma le dijo que no se preocupara, que enseguida los servicios de limpieza darían cuenta de ella. Pero no ha sido así. Ella ha resistido a las lluvias, a la nieve, a la erosión de peatones despistados e incluso al huracán Joachim. Edgar se ha sentido tan asqueado por esa intestinal substancia que en ocasiones ha tratado de evitar por todos los medios el tener que salir de casa. En un momento de máxima debilidad, hace un par de días, incluso ha llegado a considerar la validez de la idea del conservador y bronceado Manfred, esto es, la posibilidad de fiscalizar la baba de los cuadrúpedos y todas y cada una de sus incordiantes heces urbanoides.

¿Habría supuesto eso una fatal concesión a la derecha europea?

Por suerte, Edgar no se ha visto en la tesitura de enfrentarse a ese dilema de coprofobia política, por que, esta mañana, ella había desaparecido.
           El Emigrante Sofisticado ha podido comprobarlo desde la ventana de su habitación, emplazada en un cuarto piso de la calle Schopenhauerstrasse; una avenida barrida por el viento y las hojas de un otoño tardío, una calle ahora limpia y despejada, con vistas a pequeños bosques interiores vigilados por cuervos, y por la que vuelve dar placer pasear y recordar tres cosas: uno, quiénes son nuestros camaradas en el reino de la política, dos, quiénes son nuestros incontinentes pero nobles amigos en el ámbito de la compañía doméstica, y tres, quiénes son los infames representantes de la derecha (austriaca o española, que más da) cuyo determinismo político nunca va más allá de la lógica circunstancial de una mierda fuera de lugar, y que nunca conseguirán que, a pesar de nuestros escrúpulos cosmopolitas, nos olvidemos de cagarnos en su falseada noción libertad:






Feliz Navidad,
Edgar

viernes, 23 de diciembre de 2011

Capítulo 4. El sobrino de Wittgenstein

Aunque Edgar emana una tosquedad obrera forjada en los ambientes menos selectos de Castelldefels (donde ha sobrevivido entre los 6 y los 25 años), de vez en cuando se le brinda la oportunidad de demostrar su trabajado esnobismo cultural. Hoy, por ejemplo, mientras desayunaba con Emma, ha puesto en juego su erudición centro-europea citando a sus pensadores austriacos favoritos: Ludwig Wittgenstein y Thomas Bernhard:


Ludwig Wittgenstein
Thomas Bernhard
Edgar se ha propuesto impresionar a Emma contándole una anécdota de ambos. Él sabe que lo que atrae a la gente de los intelectuales no es que profundicen en el pensamiento humano, sino que simplemente sepan narrar anécdotas sobre otros intelectuales (en ese sentido, eso que algunos llaman “esfera intelectual” podría ser reducido, en ocasiones, a una versión lingüísticamente sofisticada de la prensa del corazón, los realities de media tarde o las conversaciones de peluquería).

Por otro lado, como el 70 % de los hombres que adoptan un rol intelectual ante una mujer, Edgar estaba esperando algún tipo de respuesta sexual. Pero no una respuesta inmediata, claro, sino un favor a largo plazo, y tampoco una respuesta por parte de Emma, sino una disposición previa de alguna de sus ya anunciadas (pero aún desconocidas) múltiples y candorosas amigas. Sí, Edgar sabe que Emma no tardará en hablar de él a sus amigas. Y también sabe que el sexo del soltero es un deporte de fondo en el que deben combinarse de manera equilibrada la estrategia, la paciencia y, sobre todo, una tolerancia pragmática ante físicos que distan de parecerse a los de los “pop ups” de internet.

Mientras Emma se untaba una rebanada de pan negro con mantequilla,  Edgar le ha explicado lo primero que hizo en Viena como turista tres años atrás: visitar el centro hospitalario de Steinhof.


Edgar Pineda en Steinhof.
(Julio de 2008)


Allí el escritor Thomas Bernhard, ingresado por una enfermedad pulmonar crónica, entabló amistad con Paul Witggenstein, sobrino del célebre filósofo, que se encontraba ingresado en el manicomio de ese mismo recinto. Bernhard sugiere en su obra El sobrino de Wittgenstein que la locura de su amigo Paul Wittgenstein era, quizá, una respuesta lógica a un exceso de inteligencia mal canalizada: Paul se volvió loco en una familia de prodigios mientras Ludwig, el tito Ludwig, produjo una inversión en la historia de la filosofía, sacudió intelectualmente al propio Bertrand Russel (su mentor) y redactó una tesis doctoral con el título Tractatus logico-philosophicus.

Emma, que está sentada en posición de loto sobre un taburete de mimbre, mordisquea su rebanada de pan con mantequilla mientras contempla a dos cuervos que se balancean en la rama de un abedul altísimo, de tonos naranjas pero ya casi deshojado, que tienen junto a la ventana. Emma parece cualquier cosa menos impresionada por lo que Edgar le ha contado. Quizá no haya entendido que la anécdota no era el hecho de que sus dos austriacos favoritos hubieran estado en relación directa por medio de un sobrino loco y en el “idílico” contexto del hospital de Steinhof. La anécdota es que el Tractatus lógico-philosphicus era una tesis doctoral. A Edgar, que conoce de primera mano el brillo intelectual de algunas tesis doctorales que se producen y se aprueban hoy en día en el ámbito de las ciencias humanas, esto le parece mucho más que una anécdota: es un motivo para entender por qué él mismo, pese a ser doctor, aún no ha conseguido un maldito trabajo. 

Capítulo 3. Romper el orden

Malas noticias: los austriacos no van a librarse nunca de los españoles. Edgar lo ha comprendido nada más aterrizar en Viena. La primera noticia que escuchó en el telediario Wien Heute (Viena Hoy) fue la de un juicio a la española Estíbaliz Carranza, acusada de haber matado a su ex marido y a su actual novio, para luego guardar los cuerpos, cuidadosamente descuartizados, en las neveras de la heladería Vienesa que regentaba desde hacía cinco años:

La heladería de Estíbaliz


Al parecer, la popular Schleckeria era un lugar de culto y peregrinación de retoños austriacos que se deleitaban con los exóticos helados que les vendía Estíbaliz, una inmigrante de las que huelen bien y saludan con deferencia a las abuelitas retrógradas del barrio. El misterio del caso, por lo demás, es que mientras de su novio se encontraron todas las partes del cuerpo, de su ex marido sólo han hallado la cabeza y algunas piezas de un puzle orgánico cuyas partes faltantes aún no se sabe cómo han podido desaparecer.
           
En todo caso, Edgar puede sacar una lección de todo esto: debe mirarse siempre a los ojos de la heladeras que te sirven un cucurucho de limón y frambuesa; debe escrutarse lo que hay en sus ojos antes de lamer el hielo aromatizado que te ofrecen sonrientes; sí, hay que mirarlas con atención, con una pregunta concreta en las pupilas y, a ser posible, con un secreto rigor forense.

Aparte de este suceso, la nueva vida en Viena ha empezado con buen pie: su compañera de piso, Emma, ha resultado ser una austriaca de lo más simpática, adicta al yoga y a merendar con alcohol destilado, e interesada en (comerse) la gastronomía española. 
        La ciudad es amplia, tranquila y bastante silenciosa, con una arquitectura menos presuntuosa que, por ejemplo, la parisina, y dotada de una solemnidad histórica que no necesita ser proclamada. Las percepciones de Edgar son las de unas calles atravesadas por ráfagas intermitentes de un viento helado; calles extensas, grises y casi vacías, que generan una sensación de estar paseando en una eterna madrugada.
Durante estos primeros días, Edgar se ha sentido un poco solo, pero ayer, mientras deambulaba por su barrio de noche, descubrió una multitud apretujada de jóvenes que se aferraban con ambas manos a la tradicional taza humeante de Glühwein o vino caliente, y departían en la semioscuridad de un mercado navideño. Edgar se introdujo entre esa muchedumbre de recios abrigos, gorros de orejeras perrunas y larguísimas, encaracoladas bufandas. Los guantes reposaban sobre altas mesas redondas, de madera vieja y húmeda. El Emigrante Sofisticado pidió también una taza de Glühwein y miró a su estrecho alrededor. Un grupo de chicas que quizá pertenecían a un club de voleibol apretaban sus fríos, elevados y prietos traseros contra la cintura del Edgar. Le ignoraban.
          La palabra Krise (crisis en alemán) no estaba en boca de nadie. Los periódicos alemanes, y también los españoles, anunciaban hoy una estampida migratoria hacia el centro económico de Europa. 2400 emigrantes españoles, altamente cualificados, se han instalado en Alemania desde enero de este año. Edgar podría considerarse uno de ellos, pero ni es ingeniero ni ha viajado a la madre de la industrialización. Él ha caído en una ciudad, Viena, en la que de momento todo parece girar en torno a una temática tan periférica a la crisis que acaba dando la sensación de estar en otro continente, en otro tiempo, otro espacio urbano y psicológico en el que la gente parece, si no feliz, al menos más tranquila, casi indiferente. 
         Porque la indiferencia relajada de los vieneses lo irradia todo, lo borra todo: desde los problemas económicos del continente que les rodea hasta la presencia curiosa de un inmigrante nuevo, contemplativo, quizá peligroso. De hecho, el único momento en que Edgar ha recibido la atención de los ojos vieneses ha sido esta mañana, al cruzar caminando una calle vacía cuando el semáforo de peatones estaba en rojo. Un centenar de transeúntes, que esperaban mecánicamente la luz verde para reanudar la marcha, han clavado una inquisitiva mirada en los pasos de Edgar, que de repente ha recordado la experiencia de cruzar algunas avenidas de Mumbai sorteando el tráfico frenético. Pero este amplio y vacío paso de peatones junto a la iglesia de Votiv no entrañaba ningún riesgo. Cuando ha llegado a la mitad de la avenida, al verse solo y severamente observado desde ambas aceras, ha tenido la tentación de retroceder y obedecer al mandato del semáforo. Pero ya era demasiado tarde. Volver en ese momento hubiera sido como intentar caminar hacia atrás cuando se acaba de saltar al vacío. El inmigrante ha roto el orden, se ha señalado. En un último arrebato de orgullo personal, Edgar ha obsequiado con una penetrante mirada a una pálida, guapísima mujer que había al otro lado de la avenida. Ella lo ha observado con una mezcla de asco e indignación. Al parecer, en Viena, romper el orden no se considera nada sexy. Esto ha ocurrido hoy a las 11 de la mañana. El resto del día, antes de volver al rincón de los Glühwein, Edgar se ha dedicado a pasear por el centro de la ciudad y a practicar una viril y disciplinada posición de espera, en el extremo de los pasos de peatones, al tiempo que ejercitaba una serena mirada al frente, vacía y secretamente vengativa, con la que pretendía sugerir su absoluto desinterés por el resto del mundo y sus normativos transeúntes.

  

viernes, 2 de diciembre de 2011

Capítulo 2. Huyendo de una histórica lentitud mental

Esta historia empieza cuando el Emigrante Sofisticado (“Ed” para los amigos, “Edgar” para los conocidos, y “Edgar Pineda” para los burócratas y la policía), se ve empujado a abandonar Barcelona, su ciudad natal, porque con dos carreras, un doctorado y cinco idiomas no consigue trabajo.

Su destino es la ciudad de Viena: porque su sistema de creación de empleo se suponía que iba a inspirar el español, porque los austriacos echaron a Hitler de la universidad[1], porque el agua del grifo sabe a riachuelos que se deshacen entre montañas nevadas, porque Edgar necesita frío, mucho frío invernal, y que se le congelen la orejas, las manos, y a ser posible el pensamiento, al pasear cada mañana entre parques vigilados por ardillas cosmopolitas de bigotes helados, mientras trata de encontrar su inspiración, y mientras procura sofocar el ardor rabioso que siente tras haber sido educado durante treinta años en un país que ha terminado dándole una abstracta pero certera patada en el culo.

A Viena se va a trabajar, pero como aún no sabe en qué, se plantea realizar, de momento, un documental. En realidad se trata de una venganza personal: su proyecto es narrar en imágenes cómo, tras disolverse el lazo histórico que unía a los españoles y los austriacos bajo la dinastía de los Habsburgo, los primeros han sabido mantener una respetable solvencia económica, social y cultural mientras los segundos, gracias a su curiosa praxis político-económica, han desembocado en esta situación deplorable a la que algunos se refieren como “burbuja inmobiliaria”.

Pero Edgar sabe que el recurrente fracaso histórico de esa cosa llamada “España” no puede reducirse a algo tan concreto (y a la vez tan etéreo) como “burbuja inmobiliaria”. La Historia es mucho más compleja, profunda, cruel, y Edgar lo sabe, o al menos lo intuye, y por eso se propone demostrar, con su documental, que la explicación de tal divergencia socioeconómica se encuentra en el hecho de que, mientras en España se empeñaron en mantener al frente la monarquía (borbónica, desde 1700), los austriacos renunciaron en 1918 a su rey para fundar una república intelectualmente próspera. En concreto, la hipótesis de Edgar es que ese gesto republicano (independientemente de las circunstancias históricas que lo motivaron) representó para los austriacos una purga de lo último que les quedaba de “españoles”, o sea los Habsburgo, que como es sabido no destacaban por sus virtudes cognitivas:


Carlos II. El "Hechizado"

Antes de emigrar, para saber lo que uno busca allende sus tierras, hay que formularse una buena pregunta. Lo que Edgar buscará en Viena es averiguar si en España somos tontos de sangre (es decir, por herencia de los Habsburgo) o si somos como un grupo de insectos, dotados de una pequeña pero pragmática inteligencia, a los que simplemente ha cogido una inesperada y arrolladora corriente de aire.

¿Mala suerte o imbecilidad heredada? ¿Por qué nuestros hermanos austriacos parecen superdotados a nuestro lado?

El Emigrante Sofisticado cierra la cremallera de su pequeña maleta, se calza sus gafas de pasta y se introduce dos grajeas de chicle de fresa en la boca. Nunca se sabe con qué interesante fémina se puede compartir asiento en el avión. Si es austriaca chapurreará sus primeras palabras de alemán (por otro lado, la sexta, y probablemente también inútil lengua que aprende). Su asiento es el 23f. Edgar ya se imagina que debe haberle tocado, como siempre, justo encima del ala.


[1] Aunque luego lo recibieron de brazos abiertos, como a un hijo que se les había ido de las manos y al que ya no les quedaba más remedio que aceptar.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Capítulo 1. El caos inverso

El caos: cuando una mariposa bate sus alas
en Japón, puede generar una devastadora tormenta
al otro lado del Pacífico.

El caos inverso: cuando se desata una tormenta
financiera al otro lado del Atlántico, una mariposa
de Barcelona puede verse obligada a batir sus alas.
Y emigrar.